lunes, 21 de septiembre de 2015

Debería sentirme feliz. Plena. Ilusionada.
No dejarme comer por esta ansiedad, ahogada por estas cuerdas, consumida por el dolor, por la inestabilidad, por la incertidumbre del qué ocurrirá.
Ya ni sé escribir.
Ya ni leer me evade.
Ya nada me llena.
Tan solo queda esta desesperación que ahora me corroe, y algún día no será más que cenizas, agrios recuerdos y alguna cicatriz en el alma, que, esperemos, se cierre del todo, sane y me devuelva la paz.
Qué paz. Yo no conozco armonía. Siempre viví como un barco surcando los mares en noches de tormenta. Y un día naufragará. Aunque tú no quieras. Aunque nadie quiera. Pero sólo yo puedo tratar de evitarlo y demasiados intentos no han logrado que ello haya valido la pena.
No quiero.
Tengo miedo.
Este mal me absorbe. Este pavor se extiende por mis venas. Y ya ha infectado mi corazón. Lo ha envenenado. Me ha robado la inocencia y, ¿qué he hecho yo para merecer este peso, estas cadenas? ¿Qué hice mal para merecer esta condena?

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